domingo, 16 de septiembre de 2012

#PRÓLOGO [1]



La asamblea que mi padre había convocado a fin de evitar la guerra no marchaba bien. El ambiente estaba preñado de resentimiento y suspicacia, y todo el mundo miraba al prójimo como si decidiera descartarlo o añadirlo en su lista negra de posibles traidores.

—No es justo que se nos acuse a Niassbeyl de haber robado la joya —insistía mi padre, el rey Magnus—. Sobre todo sin respaldar esas erróneas suposiciones en pruebas físicas que nos señalen como sospechosos.

El monarca de Noireth -Yarost Blacksun-, la víctima de aquel robo, sacudía la cabeza repetidas veces, como si le parecieran insuficientes las razones expuestas y su pérdida justificara la posibilidad de equivocarse en sus acusaciones. Él era un hombre conocido por sus continuos arranques coléricos, y en aquellos momentos sus manos ardían clamando la sangre de cualquiera que encajara en el perfil de culpable, lo fuera en verdad o no.

El viejo rey estaba sentado en la parte central una mesa de madera destinada a los miembros más destacados de su corte, y en esos momentos la ocupaban sus hijos, el príncipe heredero Morker, y el príncipe Lux; y también su consejero real, el capitán de su guardia y  los tres señores feudales de su territorio.

—Yo necesito un responsable; ya mismo —bramó el caudillo de los Blacksun—. Necesito una pista sobre la que emprender la búsqueda de lo que me pertenece.

—¿Y vais a condenar a un inocente en tu sed de venganza? —preguntó mi padre desde su propia mesa. Yo debería estar a su lado como la princesa heredera que era, pero mi condición de mujer me invalidaba para este tipo de reuniones. Solo tenía permiso para escuchar sentada a la sombra en uno de los bancos que rodeaban las cuatro mesas dispuestas en un perfecto cuadrado en el centro de la amplia estancia, donde los miembros más simbólicos de los cuatro reinos discutían acaloradamente.

—Vamos Magnus —intervino Grub, el rey de Sweviaw—. No parece haber más motivo que la necesidad de riqueza, y aquí todos sabemos que vuestro reino está en una preocupante escasez… Todo os apunta a vos como el responsable de esta desgracia.

Yo me mordí la lengua, y reprimí la vehemente protesta que me escocía en la garganta y pugnaba por hacerse pública. Pero no así privé a mis ojos de entrecerrarse en una mirada envenenada, aunque el objeto de mi ira no la interceptó.

—Bien es cierto que mi reino no se halla en su mejor momento, pero nuestra honradez sí, y ni siquiera la miseria más baja conseguiría arrebatárnosla. Doy fe de ello —se defendió mi padre, esforzándose por no emular el tono acalorado de los demás y manteniéndose en una serena calma. Solamente yo, que lo conocía bien, era consciente de la irritación que florecía en él poco a poco, y el indicio de ello era una vena de la sien que lucía hinchada y palpitante.

­—¿Y se supone que debemos fiarnos de tu “honradez”? ¿Y qué hay de la de tu familia y tus gentes? —se mofó Gurb, dando a entender que podía llegar a creer en la inocencia de mi padre, pero eso no nos incluía al resto de Niassbeyl.

Mi padre no pudo reprimir más la rabia que bullía en su pecho. Descargó uno de sus gruesos puños sobre la mesa, abollando la madera. Se levantó de su silla, tirándola al suelo del impulso, y su mirada oscura calcinó al monarca de Sweviaw.

—Mis ciudadanos comprenden bien que la mejor riqueza que poseen es la dignidad, y no la mancillarían en aras de robar a un vecino; más aún a riesgo de provocar una guerra cuyas consecuencias pagarían con su vida —espetó entre dientes.

—¿Por qué en vez de acusarnos los unos a los otros no investigamos el castillo Blacksun y tratamos de rescatar huellas que puedan esclarecer el asunto? Nos estamos comportando como… —pero Nehir, el regidor de Dilyeth y el más pacífico de los cuatro reyes, no llegó a acabar su frase, ya que los otros tres comenzaron a discutir acaloradamente, alzando las voces, golpeando lo más próximo que tenían y descargando su ira a través de miradas fulminantes.

—¡Tal vez seas tú el asqueroso ladrón! —Vociferaba mi padre a Grub en aquel momento—. ¡Tal vez insistes en achacarme el robo con tanta vehemencia para desviar la atención de tu persona, el verdadero bandido!

—¡Cómo osas, maldito filibustero! —exclamó Grub en defensa, mostrándose indignado—. ¡Mis gentes son ricos en finanzas y moral! ¡No tienen la necesidad ni las inclinaciones de carácter necesarias para llevar a cabo tan ruin acto! ¡Tú en cambio llevas escrito “sucio saqueador” en la frente!

—¡Basta,basta! —intercedió Yarost, aportando su propio grado de furia y caldeando aún más el ambiente—. ¡Dejad de bramar, pues aquí el único que ha perdido soy yo, malditos bastardos! ¡Qué desgracia para mí haber confiado en vuestra honradez ayer noche y haberos invitado al baile real en mi castillo en honor al cumpleaños de mi hijo Morker¡ ¡Y que se me haya devuelto tamaña cortesía robándome en mi propia casa, ante mis propias narices! —clamó indignado, rechinando los dientes hasta hacerlos entonar una escalofriante tonadilla—. ¡El culpable será castigado, y la lección será tan brutal que será narrada de boca en boca hasta que el más miserable de los maleantes tema el alcance de mi ira y yo sea respetado como es debido! ¡Pagará el traidor, ya lo creo! ¡Con su sangre pienso llenar dos barriles con los que llenaré las copas de los asistentes a su funeral! ¡Y todo el mundo recordará lo descorazonado que puedo llegar a ser si me ultrajan!

La discusión incrementó, y las acusaciones dieron paso a las amenazas. Todos se desgañitaban arrojándose injurias y provocaciones, y a todos les escocían las manos por empuñar las armas y resolver el asunto a viva fuerza… Así lo revelaban las manos que, guiadas por la emoción del momento, revoloteaban sobre las vainas de sus espadas. Y de hecho, Yarost, el más impulsivo y iracundo de todos, llegó a desenfundar su acero, apuntando con su filo a los tres monarcas restantes y mirándolos con indistintos ojos llameantes y exhibiendo unos dientes tan apretados que parecía que fueran a rompérsele de un momento a otro.

Yo contemplaba la escena desesperada, y supe que la guerra nos destruiría a todos, en especial a mi gente. Y no podía permitirlo. Debía de haber una manera de eludir el campo de batalla…

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