Yo contemplaba la escena desesperada, y supe que
la guerra nos destruiría a todos, en especial a mi gente. Y no podía
permitirlo. Debía de haber una manera de eludir el campo de batalla…
<<Piensa, piensa, piensa>> me urdí
mientras mis ojos me picaban por las lágrimas insistentes que amenazaban con
encharcar mi mirada. Sentí mis manos, temblorosas, respondiendo a la angustia
que me invadía mientras retorcían la falda de mi vestido. El tiempo se agotaba…
La guerra estaba a punto de dar comienzo en aquel mismo salón.
—¡Basta! —grité poniéndome en píe, aún arraigada
a las sombras. Mi voz sonó trémula y débil, falta de fuerza.
Me enfadé conmigo misma, pues odiaba la debilidad,
y más en mí misma.
—¡BASTA! —volví a intentarlo, y esta vez mi voz
sonó enérgica y autoritaria. Sin embargo solo conseguí que la gente que como yo
se mantenía al margen como meros espectadores se girase sorprendida a mirarme.
Sentí todos aquellos ojos clavados en mí, estupefactos, pero no era su atención
la que necesitaba captar.
Me deshice del sudario de las sombras y avancé
con paso firme y seguro hasta el centro que formaban las cuatro mesas reales.
—¡BASTA!
Pero de nada sirvió. Todos estaban demasiado
implicados en la disputa como para interesarse por nada que no fuera desgarrar
la garganta de los demás. Y por aquel momento todos habían desenvainado sus
armas y la portaban con sed de sangre, aunque aún conservaban la prudencia de
permanecer tras sus mesas. Sin embargo era una medida de cordura que pronto
finalizaría.
Yo misma experimenté una tremenda rabia allí en
medio, plantada entre todos aquellos patanes de mentes embotadas que no podían
dejar de desearse la muerte, condenando así a todos los que habíamos confiado
en ellos para protegernos.
Enfurecida, giré sobre mis talones, escudriñando
mi alrededor en busca de una manera de captar la atención de todos. Finalmente
se me ocurrió algo cuando reparé en el estoque envainado de uno de los
capitanes de la guardia.
Me acerqué con paso rápido, aunque no tenía la
necesidad de ser especialmente discreta puesto que todos estaban embebidos con
la discordia. Con un ágil ademán robé la espada al oficial del pelotón de
Dilyeth, quien permanecía con el cuerpo tenso observando cómo se desarrollaba
la fiera discusión, luciendo un ceño fruncido y un rictus amargo en su boca.
Cuando me descubrió desarmándolo ya era tarde; la espada estaba en mi poder y
la aferraba con destreza, dirigiéndole una mirada de advertencia. Él parpadeó
con sorpresa unos segundos, pero yo ya me había distanciado de él y había
vuelto al centro.
Levanté el acero sobre mi cabeza, y con un grito
gutural, la enarbolé dando un giro sobre mi misma y entrechocando con las
espadas de los cuatro reyes. El estruendo que se formó resultó ensordecedor,
pero cuando por fin bajé el arma y eche una ojeada al efecto que había causado
mi espectáculo, vi que todos se habían recluido en el mutismo y me miraban con
una sorpresa parecida a la que había mostrado el capitán de Dilyeth.
—Hija, ¿qué demon…? —comenzó a decir mi padre,
pero yo le ignoré por entero y no le dejé acabar la pregunta.
—¡Basta! —repetí por cuarta vez. Esta vez no
tuve que alzar mucho la voz, pues el silencio estaba de mi parte, tan solo roto
por los lejanos murmullos de las sombras que asistían a la reunión.
—¿Qué os proponéis, princesa Astrid? —preguntó
Nehir tratando de adoptar un tono afable.
—Me propongo evitar una guerra que sin duda nos
perjudicará a todos —proclamé, paseando mis ojos por todos los rostros,
arronjándoles una dura mirada.
—Astrid, te ordeno que abandones esta insens… —comenzó
a gruñir mi padre, pero yo no lo escuchaba, y además no llegó a terminar de
hablar, porque el rey de Noireth se le superpuso con otra pregunta.
—¿Y cómo prensáis hacer tal cosa? —inquirió
Yarost con un deje de mofa.
—Me ofrezco voluntaria para encontrar la joya
desaparecida —pregoné en voz alta y clara. Quería que mis palabras llegaran a
todos los rincones—. Y también me comprometo a cargar con las consecuencias de
mi fracaso. Dadme un plazo y tendré una respuesta.
—¡Astrid! —exclamó mi padre con voz autoritaria,
ordenándome implícitamente callar y retornar a mi habitual pasividad.
Acallé esa alarma del cerebro acostumbrada a
responder a las órdenes de mi progenitor. Esta vez no iba a dejar que me
dominara.
Mis ojos se detuvieron sobre el rostro de Yarost.
Ambos nos evaluamos con la mirada durante unos largos segundos, y al fin, el
rey enarcó una de sus negras y pobladas cejas y en sus labios apareció una
sonrisa que se desfiguró en una mueca cruel.
—¿Estaríais dispuesta a poner en juego vuestra
vida? ¿Seríais capaz de cumplir una condena de muerte en caso de que no
regresarais con mi reliquia?
—Sí —contesté con firmeza, desafiándolo a
desacreditarme.
Él continuó con su atención fija en mí, tomando
detalle de mi semblante adusto y decidido. Y finalmente se encogió de hombros y
suspiró, sacudiendo la cabeza.
—En cualquier caso, ¿qué ganaríamos nosotros con
tu muerte? —preguntó, haciendo referencia a él y a su familia—. No nos devolvería
el colgante y no veo cómo compensaría la pérdid…
—Considero que una vida es equiparable o de más
valor que una joya, por muy esplendorosa y ancestral que sea —atajé yo con
dureza—. Y la pérdida de una hija supondrá para mi familia una aflicción igual
o más grande que la vuestra por la reliquia.
Yarost meditó mis palabras unos momentos. Sus
ojos se entrecerraron, como si tratara de vislumbrar el cuadro que yo había
expuesto. Se retorció la perilla azabache con los dedos índice y pulgar, y
finalmente su cara se iluminó de satisfacción. Ya había tomado una decisión.
—Aceptamos el trato, pues —proclamó, mirándome
fijamente—. Tienes 21 días a partir de mañana al alba… Y hasta del atardecer del
último día del plazo estipulado. Si me devuelves la joya vivirás; si no, morirás
—casi canturreó mientras explicaba las normas, y una sonrisa que despertó todo
mi desprecio se asomaba a sus labios—. En caso de burlarme y no volver… Bueno,
la guerra estallará. —Sus ojos representaban la oscuridad más impenetrable en
aquel momento; parecían umbrales al averno deseosos de almas con las que llenar
su vacío—. Y puedes imaginarte la magnitud de la desgracia que supondría para
tus seres queridos.
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