jueves, 4 de octubre de 2012

#PRÓLOGO [2]


Yo contemplaba la escena desesperada, y supe que la guerra nos destruiría a todos, en especial a mi gente. Y no podía permitirlo. Debía de haber una manera de eludir el campo de batalla…

<<Piensa, piensa, piensa>> me urdí mientras mis ojos me picaban por las lágrimas insistentes que amenazaban con encharcar mi mirada. Sentí mis manos, temblorosas, respondiendo a la angustia que me invadía mientras retorcían la falda de mi vestido. El tiempo se agotaba… La guerra estaba a punto de dar comienzo en aquel mismo salón.

—¡Basta! —grité poniéndome en píe, aún arraigada a las sombras. Mi voz sonó trémula y débil, falta de fuerza.

Me enfadé conmigo misma, pues odiaba la debilidad, y más en mí misma.

—¡BASTA! —volví a intentarlo, y esta vez mi voz sonó enérgica y autoritaria. Sin embargo solo conseguí que la gente que como yo se mantenía al margen como meros espectadores se girase sorprendida a mirarme. Sentí todos aquellos ojos clavados en mí, estupefactos, pero no era su atención la que necesitaba captar.

Me deshice del sudario de las sombras y avancé con paso firme y seguro hasta el centro que formaban las cuatro mesas reales.

—¡BASTA!

Pero de nada sirvió. Todos estaban demasiado implicados en la disputa como para interesarse por nada que no fuera desgarrar la garganta de los demás. Y por aquel momento todos habían desenvainado sus armas y la portaban con sed de sangre, aunque aún conservaban la prudencia de permanecer tras sus mesas. Sin embargo era una medida de cordura que pronto finalizaría.

Yo misma experimenté una tremenda rabia allí en medio, plantada entre todos aquellos patanes de mentes embotadas que no podían dejar de desearse la muerte, condenando así a todos los que habíamos confiado en ellos para protegernos.

Enfurecida, giré sobre mis talones, escudriñando mi alrededor en busca de una manera de captar la atención de todos. Finalmente se me ocurrió algo cuando reparé en el estoque envainado de uno de los capitanes de la guardia.

Me acerqué con paso rápido, aunque no tenía la necesidad de ser especialmente discreta puesto que todos estaban embebidos con la discordia. Con un ágil ademán robé la espada al oficial del pelotón de Dilyeth, quien permanecía con el cuerpo tenso observando cómo se desarrollaba la fiera discusión, luciendo un ceño fruncido y un rictus amargo en su boca. Cuando me descubrió desarmándolo ya era tarde; la espada estaba en mi poder y la aferraba con destreza, dirigiéndole una mirada de advertencia. Él parpadeó con sorpresa unos segundos, pero yo ya me había distanciado de él y había vuelto al centro.

Levanté el acero sobre mi cabeza, y con un grito gutural, la enarbolé dando un giro sobre mi misma y entrechocando con las espadas de los cuatro reyes. El estruendo que se formó resultó ensordecedor, pero cuando por fin bajé el arma y eche una ojeada al efecto que había causado mi espectáculo, vi que todos se habían recluido en el mutismo y me miraban con una sorpresa parecida a la que había mostrado el capitán de Dilyeth.

—Hija, ¿qué demon…? —comenzó a decir mi padre, pero yo le ignoré por entero y no le dejé acabar la pregunta.

—¡Basta! —repetí por cuarta vez. Esta vez no tuve que alzar mucho la voz, pues el silencio estaba de mi parte, tan solo roto por los lejanos murmullos de las sombras que asistían a la reunión.

—¿Qué os proponéis, princesa Astrid? —preguntó Nehir tratando de adoptar un tono afable.

—Me propongo evitar una guerra que sin duda nos perjudicará a todos —proclamé, paseando mis ojos por todos los rostros, arronjándoles una dura mirada.

—Astrid, te ordeno que abandones esta insens… —comenzó a gruñir mi padre, pero yo no lo escuchaba, y además no llegó a terminar de hablar, porque el rey de Noireth se le superpuso con otra pregunta.

—¿Y cómo prensáis hacer tal cosa? —inquirió Yarost con un deje de mofa.

—Me ofrezco voluntaria para encontrar la joya desaparecida —pregoné en voz alta y clara. Quería que mis palabras llegaran a todos los rincones—. Y también me comprometo a cargar con las consecuencias de mi fracaso. Dadme un plazo y tendré una respuesta.

—¡Astrid! —exclamó mi padre con voz autoritaria, ordenándome implícitamente callar y retornar a mi habitual pasividad.

Acallé esa alarma del cerebro acostumbrada a responder a las órdenes de mi progenitor. Esta vez no iba a dejar que me dominara.

Mis ojos se detuvieron sobre el rostro de Yarost. Ambos nos evaluamos con la mirada durante unos largos segundos, y al fin, el rey enarcó una de sus negras y pobladas cejas y en sus labios apareció una sonrisa que se desfiguró en una mueca cruel.

—¿Estaríais dispuesta a poner en juego vuestra vida? ¿Seríais capaz de cumplir una condena de muerte en caso de que no regresarais con mi reliquia?

—Sí —contesté con firmeza, desafiándolo a desacreditarme.

Él continuó con su atención fija en mí, tomando detalle de mi semblante adusto y decidido. Y finalmente se encogió de hombros y suspiró, sacudiendo la cabeza.

—En cualquier caso, ¿qué ganaríamos nosotros con tu muerte? —preguntó, haciendo referencia a él y a su familia—. No nos devolvería el colgante y no veo cómo compensaría la pérdid…

—Considero que una vida es equiparable o de más valor que una joya, por muy esplendorosa y ancestral que sea —atajé yo con dureza—. Y la pérdida de una hija supondrá para mi familia una aflicción igual o más grande que la vuestra por la reliquia.

Yarost meditó mis palabras unos momentos. Sus ojos se entrecerraron, como si tratara de vislumbrar el cuadro que yo había expuesto. Se retorció la perilla azabache con los dedos índice y pulgar, y finalmente su cara se iluminó de satisfacción. Ya había tomado una decisión.

—Aceptamos el trato, pues —proclamó, mirándome fijamente—. Tienes 21 días a partir de mañana al alba… Y hasta del atardecer del último día del plazo estipulado. Si me devuelves la joya vivirás; si no, morirás —casi canturreó mientras explicaba las normas, y una sonrisa que despertó todo mi desprecio se asomaba a sus labios—. En caso de burlarme y no volver… Bueno, la guerra estallará. —Sus ojos representaban la oscuridad más impenetrable en aquel momento; parecían umbrales al averno deseosos de almas con las que llenar su vacío—. Y puedes imaginarte la magnitud de la desgracia que supondría para tus seres queridos.

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