—¡¿Qué has hecho, bastarda insensata?! —farfulló
Magnus una vez en palacio, agarrándome del codo y conduciéndome al portalón que
daba a sus aposentos privados. Despejó la entrada prácticamente de una patada,
y la puerta vibró en sus chirriantes goznes. Me arrojó dentro de un vehemente
empujón, y yo imité al mueble y temblé sobre mis pies, guardando el equilibrio
por muy poco.
—¡Magnus, haz el favor de calmarte! —suplicaba
mi madre tras él, ya que nos había seguido por todo el castillo con paso
apresurado, abochornada por el espectáculo que su marido montaba en su estado
de cólera apaleándome como a un vulgar cachorro travieso—. Y deja de maltratar
el mobiliario; no tenemos fondos para reparar nada.
Mi padre gruñó algo ininteligible en su
dirección, pero su atención se concentró en mí inmediatamente. Sus ojos negros
se estrecharon hasta ser dos rendijas que dejaban escapar una furia que me
alcanzaba pese a hallarme a dos metros de él.
Su esposa se arrimó a su espalda, y en un
intento por infundirle tranquilidad posó sus pequeñas manos en sus anchos
hombros, friccionándolas contra su cuerpo como en un masaje.
—Ya basta de tanto alboroto —rogó Anae, mirando
a su marido con ojos implorantes y la desesperación cincelada en su rostro—. Ya
no hay nada que hacer. No se puede evitar el destino.
—Esto no es cosa del destino —murmuró Magnus
entre dientes, aún con sus ojos puestos en mí—. Esto es cosa de la estupidez de
tu hija.
Yo apreté la mandíbula, emulando su furia nada
más escuchar sus insultos. Si físicamente me asemejaba a la bella flor de
rasgos angelicales que era mi madre, en cuestión de temperamento era igual que
mi padre. Ambos nos encolerizábamos con suma facilidad, nos dominaban los
instintos más salvajes y primitivos, y ninguno de los dos tolerábamos bien que
se dudara de nuestras capacidades, tanto físicas como mentales. Respondíamos a
los ataques con afiladas palabras, y sabíamos ser hirientes tanto con la
dicción como con la espada.
Los dos éramos casi dos gotas de agua, pero en
vez de que este hecho nos uniese, la esencia conflictiva de nuestro carácter
hacía que chocásemos continuamente y nos enfrentáramos día sí y día también.
Sin embargo, pese a los múltiples y constantes tropiezos, los dos éramos
conscientes de que nos amábamos como nadie. Y por el hecho de que me quisiera
tanto era que estaba tan enfadado y belicoso conmigo. No me perdonaba que en
cierto modo lo hubiera traicionado, poniéndome en un peligro crucial y arriesgándome
a hacerle experimentar el dolor de mi pérdida.
—Yo solo quería darle una oportunidad más a esta
nación —rezongué a la defensiva—. La guerra civil nos habría devastado a todos,
y los escombros que dejara no remontarían hasta pasados años, y siempre con la
sombra de esa experiencia acechando el futuro de Niyunt.
—Maldita sea —rechinó mi padre—. Habría
preferido sacrificar mi pellejo que enfrentarme a la incertidumbre de no saber
si volveré a tenerte conmigo viva y con un largo futuro por delante. ¡Y lo sabes!
—chilló, aunque ahora sus palabras tenían como origen el dolor, y no tanto la
ira, cosa que desquebrajó mi propio armazón—. ¿Por qué no te detuviste? Me
acercaste un poco más a la muerte con cada palabra que pronunciabas…
—Del mismo modo en que tú preferirías arriesgar
tu vida que verme muerta, a mí me ocurre lo mismo; jamás habría permitido que
ocuparas mi lugar.
Magnus sacudió la cabeza, apenado, y se desplazó
por el salón de piedra gris hasta una de las pequeñas ventanas, apoyándose en
el grueso y sobrio alfeizar.
—Tú tenías una vida entera por delante; yo ya
estoy viejo y cansado —musitó en voz ronca y queda, con su vista clavada en un
horizonte que adoptaba las galas del atardecer—. Considero que he sufrido
suficiente como para ganarme el descanso eterno.
—Hablas de la muerte como si fuera una bendición
—contemplé.
—No cabe duda de que no puede ser más difícil
que vivir —respondió él.
—Pues no puedes permitírtelo —protesté con voz
severa—. Mamá, Wendell y todo Niassbeyl te necesita. No puedes ser tan egoísta;
has de quedarte y luchar por tu tierra, por tu familia, por el futuro de todos.
Él negó con la cabeza, aún perdido en las brumas
de cuanto contemplaba.
—Tal vez lo que este reino necesite ya no pueda
otorgárselo yo; tal vez necesite una brisa fresca como lo es la juventud
—meditó en voz alta—. Sí —añadió con tono ausente—, mi tiempo ya ha pasado; mis
esperanzas se desintegraron ya y mi energía se extingue. Ha llegado la hora de
que una mano firme e ilusionada gobierne. Alguien con el espíritu a rebosar de
optimismo, un espíritu que todavía los continuos fracasos no hayan dañado.
Alguien con coraje. Alguien como tú, Astrid —pronunció recalcando la penúltima palabra—, pero tú nos
das la espalda y nos abandonas.
Mi enfado volvió a cobrar intensidad al oír su
discurso.
—¡No te atrevas a culpabilizarme! —le advertí
hecha una furia— El motivo de mi “decisión suicida”, como tu pretendes
caracterizarlo, no es otro sino protegeros a todos. Y Niassbeyl no quedará solo
tras mi partida; Wendell podrá gobernar después de ti.
—¡Wendell! —exclamó mi padre con un deje de
incredulidad mezclada con burla—. Tu hermano es un inútil; jamás consideraría
sentar en mi trono a ese cabeza de chorlito.
—Eres injusto con él —lo acusé.
—Sí, Wendell podría hacerlo bien —intervino mi
madre, que había aguardado en medio de la sala en absoluto mutismo, pendiente
de la discusión que manteníamos mi padre y yo y retorciéndose las manos con
nerviosismo. Empero, no había podido contener su lengua cuando se trataba de
respaldar a su hijo, por el cual sentía un profundo afecto que rayaba en el
favoritismo. Pero no me importaba; de hecho me alegraba que el gran cariño de
mi madre por él compensara el despiadado desprecio que mi padre le tenía y no
trataba de ocultar. Yo adoraba a mi padre, pero algo que no le perdonaba era la
falta de cortesía y tiento con el que trataba a mi hermano.
Pero tampoco podía condenarlo del todo. Lo
cierto es que le faltaba poca razón en lo que respectaba a mi hermano. Wendell
era un joven tranquilo y agradable, pero era un cobarde. Él y yo éramos
mellizos, aunque mi padre siempre había sostenido que yo era el hombre de la
familia, y él en cambio una niñita inútil y llorica. Aún recordaba todas
aquellas veces en las que le había tenido que proteger durante la infancia, ya
fuera de los demás niños de la corte, de una mísera araña o de el rugido de la
tormenta. Incluso una severa reprimenda de cualquier adulto conseguía desatar
sus lágrimas. Y aún a día de hoy seguía escondiéndose detrás de mí cada vez que
mi padre le dirigía unas cuantas palabras, a la espera de que yo lo defendiera…
Y así lo hacía, porque aunque la debilidad era algo que menospreciaba, en mi
hermano era tolerable… Mi profundo amor por él lo pasaba por alto y no me
impedía quererlo tanto como lo hacía.
—Lo único que podría dirigir él sería una
orquesta de lágrimas —bramó mi padre, riéndose a continuación, encantado con su
sentido del humor—. Ese muchacho no es hijo mío —renegó, enfatizando sus
palabras con un gesto de negación de su cabeza—. La cobardía no es algo que
defina a los Nightbell. Debió de ponerlo en tu vientre el demonio a fin de
atormentarme —concluyó dirigiéndose a mi madre.
Anae guardó silencio, pero su semblante denotaba
el pesar que le producía la opinión de su esposo en cuanto a su hermoso y
adorado retoño.
—¡Es suficiente! —exclamé, zanjando el derrotero
que mi padre se proponía emprender—. Ahora cuentas con Wendell para garantizar
la supervivencia de Niassbeyl. Esa es la realidad. Así que en vez de quejarte, instrúyelo
y haz de él un buen rey.
—¿Instruirlo? —interrogó Magnus lanzando una
carcajada—. Tengo más esperanzas en enseñar a respirar aire a un pez.
—Desde luego jamás será un buen rey si es por tu
apoyo —gruñí malhumorada—. Pero te ruego que lleves con discreción tu disgusto
hacia él; si algún día asciende al trono nadie lo respetará si es manifiesta tu
poca fe en su jurisdicción.
Mi padre adoptó una máscara seria. El silencio
sobrevino un largo rato mientras me clavaba una mirada penetrante.
—Más vale que encuentres el condenado collar,
Astrid.
Mi enfado se despejó, y tragué repetidas veces
para deshacer el nudo que se iba formando en mi garganta.
—Lo intentaré hasta agotar todas mis fuerzas
—prometí, devolviéndole una mirada decidida—. A diferencia de ti, la muerte no
me resulta tentadora.
Él asintió desde su posición junto a la ventana,
y yo tomé el gesto como un tácito permiso para abandonar la estancia. Cuando
estaba a punto de cruzar la enorme puerta de madera, mi padre me regaló unas
palabras que serían mi mayor fortaleza:
—Confío en ti, Astrid.
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